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Público.es  por Mayte Carrasco
25 Feb 2010
La feria de ganado de Djebok, en pleno desierto del Sáhara maliense, es el lugar de Mali donde más contrabandistas hay por metro cuadrado. Es el único punto de encuentro de las tribus Tuareg, algunos de cuyos sus miembros están relacionados con el tráfico de cocaína, armas, personas o el contrabando de mercancías como el tabaco, actividades de toda la vida en esta zona que desde hace unos años sirven también de financiación a los extranjeros argelinos de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), que han hecho de este desierto su nuevo refugio. Los terroristas ayudan a los locales y viceversa, todos salen ganando y más si hay algún occidental rondando al que poder trincar. Aquí todos van a sacar tajada. «Los salafistas argelinos les engañan. Les dicen a los jóvenes tuareg que les darán mucho dinero, y la gente de por aquí es muy pobre”, explica Umar, un vendedor de camellos recién llegado de la región de Kidal, donde están los responsables del rapto los tres cooperantes españoles secuestrados hace más de dos meses. En Kidal y en Tombuctú se han casado incluso con mujeres de tribus locales para integrarse en la población, de modo que esos lazos familiares y comerciales hacen que los lugareños callen o saquen provecho económico de los secuestros, mediando incluso en la liberación. A diferencia de Afganistán o Irak, aquí los cómplices de Al Qaeda tienen más hambre que vocación suicida.

En el mercado hay un grupo de turistas polacos que centra la atención de todas las miradas. Una de las chicas viste unas mayas ajustadas negras y un top a juego más apropiado para una clase de aeróbic que en un mercado de ganado en el Sahel musulmán de Mali, más concretamente en la zona en la que concentran más islamistas radicales. “No, no, yo no siento ningún peligro en este país. Sólo incomodidad, porque la verdad es que dormir en el desierto no es muy confortable, ya sabes lo que te quiero decir”, responde ajena al amplio grupo de hombres con turbante y gafas de sol negras o de espejo que se han concentrado atentos a su espalda.

A la hora de tomar el té, un hombre se sienta en cuclillas a nuestro lado. Es argelino y asegura dedicarse sin tapujos al transporte de inmigrantes ilegales a través del desierto, hacia la frontera argelina. Preguntado por si se gana bien la vida, se levanta y se va, sin más. «Es una actividad en realidad poco rentable, porque los sin papeles no tienen dinero, tienen lo mínimo para llegar a Argelia. A veces tienen que trabajar un poco en el desierto antes de pasar al otro lado”, me explica Douda, guía turístico.

En medio del colorido mercado de venta de tabaco y sal, Florence llama la atención por ser la única blanca del lugar. Es una profesora francesa jubilada que ha decidido traer libros en su lengua para la alfabetización en las escuelas coránicas. “La verdad es que cuando uno lo piensa, ha habido más muertos por el terrorismo islámico en Madrid o en París que en Mali. ¿Cuántos atentados ha habido en Mali? Sólo un secuestro?”, asegura, en referencia al francés Pierre Camatte, secuestrado en Menaka, cerca del frontera con Níger. «Yo no tengo miedo. Lo único que me preocupa es cómo vive esta gente”.

El norte de Mali es una región especialmente mimada por el Gobierno de Bamako por su extrema pobreza, su fragilidad política la difícil convivencia entre las muchas etnias, causante de grandes males en el pasado. En estos últimos meses el clima de la zona se ha caldeado con la guerra abierta entre clanes, los Kounta y los árabes de Bourem, por el tránsito de la cocaína por el desierto del Sahel maliense procedente de Latinoamérica o Marruecos y en dirección Europa.