02 nov 2011 Ignacio Sánchez Cuenca Profesor de Sociología de la Universidad Complutense y autor de ‘Más democracia, menos liberalismo’ (Katz) Publico.es

Uno de los fenómenos más extraños que se han vivido en la política española consiste en que el debilitamiento de ETA haya ido acompañado por un endurecimiento en las actitudes de buena parte de la sociedad española ante el terrorismo. A medida que ETA fue entrando en un proceso irreversible de decadencia, cada vez más acosada, ha habido mucha gente que ha radicalizado sus posturas; hasta el punto de que las actuales encuestas de opinión pública muestran que hay una mayoría de la población que se opone no sólo a posibles beneficios penitenciarios, sino incluso al acercamiento de los presos a las cárceles del País Vasco.
Este fenómeno no ha afectado sólo a la ciudadanía: los medios de comunicación han dedicado más espacio a la ETA terminal de los últimos tiempos que a la ETA que asesinaba a decenas de personas al año. Los jueces también han pasado por una transformación similar: hasta bien entrados los años noventa, no se les ocurrió establecer la identidad entre ETA y su brazo político. En tiempos recientes, con una ETA ya débil, han aprovechado todos los resquicios para aumentar la severidad de sus actuaciones antiterroristas: doctrina Parot, condena a Otegi por participar en el homenaje a un etarra asesinado por un comando terrorista de ultraderecha, condena de 99 años a De Juana Chaos por escribir unos artículos de tono amenazante (luego rebajados por el Supremo a tres años), caso Egunkaria, etcétera.
Como consecuencia de este proceso de endurecimiento, se han elevado los niveles de exigencia. Primero se le dijo a Batasuna que para ser legal tenía que condenar el terrorismo. Pero cuando la izquierda abertzale apostó por rechazar la violencia, muchos subieron el listón: Batasuna sólo podría participar en las elecciones si se disolvía ETA. Así se dijo, por ejemplo, ante la ilegalización de Sortu. Dirigentes del PP llegaron a sugerir la aplicación de un periodo de cuarentena política. En el caso de ETA, durante muchísimo tiempo se consideró que un cese definitivo y unilateral de la violencia era un ideal lejano y casi inalcanzable. Pero cuando ETA, finalmente, ha cumplido este trámite, vemos que muchos se muestran decepcionados y ponen, como condición mínima para empezar a hablar de presos, la disolución y la entrega de armas. Y si esto llegara a suceder, es muy posible que no se dieran por satisfechos, a menos que hubiera además un arrepentimiento personal de todos y cada uno de los etarras. Y así sucesivamente.
Las caras largas y mohínas de tantos ante el comunicado de abandono de la violencia obedecen en muchos casos al hecho de que no pueden soportar que el terrorismo haya acabado bajo el Gobierno de Zapatero. Reconocerlo les supondría una úlcera de estómago. Pero sería una simplificación atribuir esa reacción solamente a la mezquindad política. Viendo el desgarro de algunas víctimas en la situación actual, debe reconocerse que hay un problema más de fondo.
A mi juicio, a finales de los años noventa se produjo un cambio profundo en las actitudes dominantes en la sociedad con respecto al terrorismo. Este cambio cristalizó en la reacción al secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. A partir de aquel momento, el problema de ETA comenzó a plantearse en términos más morales que políticos. Se trataba de un combate entre el bien y el mal ante el que nadie podía ser ajeno. Algunos empezaron a verse a sí mismos como resistentes ejemplares (¡cuánto se ha abusado de analogías impropias con el holocausto y la Alemania nazi!), encendiendo una chispa en muchos otros que nunca se habían interesado especialmente por el terrorismo.
Para hablar de terrorismo era preciso iniciar la conversación con un lenguaje taxativo, lleno de términos de condena, en el que fuera palpable una indignación íntima muy profunda. Políticos, periodistas, ciudadanos de toda condición, comenzaron a referirse a ETA en un registro a veces puramente visceral o emocional. El Partido Popular, entonces en el poder, aprovechó la situación admirablemente: se apropió del asunto, presentándose como garante último de la dignidad frente al terrorismo, y lanzó una opa nada hostil sobre intelectuales que habían defendido tesis progresistas en el pasado y que se derechizaron sin complejos a cuenta de la lucha contra ETA.
Aunque la moral y la política no constituyen perspectivas enfrentadas, es evidente que tampoco se solapan por entero y que hay problemas políticos que se enquistan a causa de actitudes morales puristas e intransigentes. La política es el arte de lo posible. Lo posible, sin embargo, suele quedar muy por debajo de los imperativos de la moral.
No hay duda de que la moralización de la política antiterrorista tuvo consecuencias positivas. Sirvió para hacer palpable el sufrimiento que produce el terrorismo y, sobre todo, para que las víctimas obtuvieran un reconocimiento público que se les había hurtado durante muchos años de oscuridad e indiferencia.
Ahora bien, esa moralización ha generado asimismo actitudes cerriles que se manifestaron primero ante el proceso de paz que inició el Gobierno en 2006 y que resurgen ahora a propósito del cese definitivo de la violencia de ETA. Es precisamente esa actitud moralista la que impide a muchos reconocer el mérito de gente como Jesús Eguiguren y Arnaldo Otegi en la consecución de la paz. En el caso de Otegi, es comprensible, pues procede de donde procede. Pero en el caso de Eguiguren resulta tremendo repasar las cosas que se han dicho sobre él cuando se tiene en cuenta su contribución decisiva al fin de la violencia: no le perdonan que su enfoque fuera político y no moral.

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